“El pobre novio de Aurelia”, de Mark Twain
Los
detalles del caso de que ahora voy a daros cuenta llegaron a
conocimiento mío a través de la carta de una muchacha que vive en la
hermosa ciudad de San José, una muchacha que me es completamente
desconocida y que firma sencillamente Aurelia María, usando tal vez un
nombre que no es el suyo.
Pero dejemos a un lado todo esto y
vayamos al grano: esa pobre chica tiene casi deshecho el corazón a causa
de las desgracias que ha tenido que padecer, y se halla en una
indecisión tan grande ante los consejos opuestos de amigos despistados y
enemigos astutos, que no sabe ahora qué camino seguir para desenredarse
de la red de problemas en que parece casi irreparablemente envuelta. En
su tribulación, se dirige a mí en busca de apoyo y me pide que la
oriente y aconseje, con una dramática elocuencia capaz de derretirle el
corazón a una estatua. Oíd su triste historia.
Dice Aurelia María
que, cuando tenía dieciséis años, conoció y amó, con todo el afecto de
su carácter sano y apasionado, a un muchacho de Nueva Jersey llamado
Williamson Breckinridge Caruthers, más o menos seis años mayor que ella.
Así que se hicieron novios, con el espontáneo consentimiento de todas
sus amistades y parentelas, y durante cierto tiempo pareció que su vida
estaba llamada a singularizarse por una inmunidad contra la mala suerte
que sobrepasaba el cupo de que habitualmente disponen las personas.
Finalmente,
cambió la estrella de su buena racha. El joven Caruthers contrajo unas
viruelas de la peor especie, y, cuando la enfermedad lo dejó, tenía la
cara llena de hoyos, como un molde para flan, y su atractivo personal se
había esfumado para siempre.
Aurelia pensó durante el primer
momento en romper su compromiso, pero, compadecida de su desventurado
novio, optó solamente por retrasar una temporada la fecha de la boda y
ponerlo a prueba.
La víspera misma de la ceremonia y extasiado en
la contemplación de un globo, Breckinridge se cayó a un pozo, se quebró
una pierna malamente y tuvieron que cortársela por encima de la
rodilla. Otra vez su Aurelia sintió deseos de romper el compromiso y
ahora del todo, pero otra vez triunfó el amor. Hubo un nuevo
aplazamiento de la boda y, con él, una nueva oportunidad a Breckinridge
para que se rehiciera.
Mas de nuevo sorprendió la desdicha al
desgraciado galán. Una desdicha de doble sello patriótico e industrial,
ya que el prematuro disparo de un cañón que conmemoraba el 4 de Julio le
hizo perder un brazo, y tres meses más tarde una cardadora mecánica le
arrancaba el otro. El corazón de Aurelia María quedó casi triturado a
causa de estas últimas calamidades. La entristecía hondamente ver cómo
iba perdiendo a su amado a pedacitos, y dándose cuenta, como se la daba,
de que él no podría resistir indefinidamente tan galopante proceso de
reducción, aunque no sabía cómo detener su espantable carrera. En su
acongojante desesperación, la chica, como los corredores de Bolsa que
por esperar pierden, casi llegó a arrepentirse de no haberse adueñado de
su Breckinridge al principio, antes de que hubiera sufrido tan
alarmantes depreciaciones. Pero, así y todo, su animoso corazón la
sostuvo y decidió aguantar un poco más las antinaturales tendencias del
ser amado.
Nuevamente se aproximó el día de la boda y nuevamente
fue ensombrecido por un vistoso contratiempo: Caruthers cayó con la
erisipela y perdió enterito uno de sus ojos. Entonces, los amigos y los
parientes de la novia, decidiendo que la muchacha ya había tolerado más
de lo que razonablemente se podía esperar de ella, insistieron ahora en
que se deshicieran para siempre el compromiso y el noviazgo. Sin
embargo, y al cabo de unas breves dudas, Aurelita, con la generosidad
que la caracterizaba, declaró que lo había pensado muy bien y que no
hallaba muestras de que pudiera culparse a Breckinridge de nada.
De manera que fue aplazada una vez más la fecha de la boda, y poco después el novio se rompió la otra pierna.
Fue
realmente un día muy duro para la pobre muchacha aquel en que presenció
cómo los cirujanos se llevaban el saco cuyo uso ya conocía por
experiencia previa, y en que se le reveló la triste verdad de que una
porción más de su amado acababa de marcharse para siempre. Sintió que el
campo de sus amores se iba reduciendo de día en día. Pero, una vez más,
se mostró enérgica con sus parientes y renovó su compromiso.
Muy
poco antes del nuevo día fijado para el casorio, sucedió otro desastre.
Todos recordaremos que, el año pasado, los indios bravos del río Owens
no arrancaron la cabellera más que a un hombre; pues bien, ese hombre
era Williamson Breckinridge Caruthers, natural de Nueva Jersey. Se
dirigía presurosamente a su casa, llevando la felicidad en el pecho,
cuando perdió el pelo para siempre: hora de verdadera amargura en la que
casi maldijo la equivocada compasión que había respetado su cabeza.
Aurelia
María, por fin, se encuentra seriamente perpleja sobre lo que ha de
hacer. Ama todavía a su Breckinridge —me escribe— con auténtica ternura
femenina; ama lo que aún queda de él. Pero sus padres se oponen
rotundamente a la boda porque el fragmento carece de bienes y está
incapacitado para el trabajo, y porque ella no cuenta con los
suficientes medios como para sostenerse ambos con decoro.
«¿Y ahora qué hago?», me pregunta con afligida ansia.
Sé
que se trata de un asunto delicado, de un asunto que decide para toda
su vida la felicidad de una mujer y la de casi las dos terceras partes
de un hombre. Me doy cuenta, pues, de que hacer algo más que una simple
sugerencia sobre el asunto, significaría tomar demasiada responsabilidad
en el caso.
¿Y si se proveyese al hombre de cuanto le falta? Si
Aurelia puede pagárselos, que proporcione a su mutilado amante brazos de
madera, piernas de madera, un ojo de cristal y una buena peluca, y que
lo ponga a prueba nuevamente, ¿no?
«Dele usted otros noventa
días, ni uno más, y si no se desnuca en ese plazo, cásese con él y corra
ese riesgo. No me parece, Aurelia, que de todos modos sea demasiado
riesgo, ya que si él se obstina en su curiosa propensión a averiarse
cada vez que encuentra manera de hacerlo, su próximo experimento deberá
estar destinado a acabar con él del todo, y entonces, casada o soltera,
quedará usted libre. Si al ocurrir eso ya estuviera usted casada, las
piernas y brazos de madera y otros artículos análogos que de valor
posea, han de pasar a la viuda, así que, como puede comprobar, no se
expone a perder más que la querida fracción de un noble pero
desdichadísimo esposo, que luchó honradamente por portarse como está
mandado pero cuyos extraordinarios instintos estaban en su contra.
Inténtelo, Aurelia María. He pensado mucho y detenidamente sobre el
asunto y creo que es lo único que puede usted hacer. Verdaderamente,
hubiera sido una feliz idea, por parte de Breckinridge Caruthers,
empezar por el cuello y haberse desnucado de entrada. Pero, ya que le ha
parecido más adecuado escoger una política distinta y prolongarse
durante el mayor tiempo posible, no creo que debamos reprochárselo, si
eso le divierte. Hagamos lo que podamos, dadas las circunstancias, y
procuremos no impacientarnos con él».